Blind Angel by Kamil Vojnar
Aún conservo un trozo de papel amarillento que mi madre me dio un domingo hace más de veinte años. Estábamos en misa, sentados como siempre en nuestro banco preferido –atrás del todo a la derecha, cerca de las puertas para evitar la muchedumbre que salía al final del servicio. Tenía doce años recién cumplidos –el bozo aún estaba por aparecer– y aunque llevo años sin entrar en esa parroquia me acuerdo de bastantes detalles de esa mañana. Las volutas de incienso abriéndose en espirales blancas hacia las vigas de madera barnizadas. Los pasos lúgubres de los monaguillos y de los curas que contrastaban con el ritmo alborozado que levantaba la orquestra de tambores, guitarras y panderetas. Los blancos dientes imperfectos del joven padre Lorenzo y el barítono de su voz que inundaba toda la iglesia. Los santos guardados en sus capillas, ciegos a los ramos de flores abarrotando sus pies de piedra.
No recuerdo de qué hablaba el padre Lorenzo, pero nada más comenzar el sermón mi madre me cogió la mano. Ella estaba muy atenta a lo que se predicaba, mirando fijamente hacia el altar casi sin parpadear. Todo el rato su mano rugosa apretaba la mía. Seguía sin entender el porqué de su emoción sigilosa cuando la congregación exhaló un Amen colectivo y todos salvo mi madre y yo inclinaron la cabeza en oración. Me soltó la mano y antes de que me pudiese dar cuenta arrancó una página de la liturgia que habíamos acabado de leer. Sin pronunciar una palabra dobló la página varias veces y me la puso en la mano antes de inclinar su cabeza junta a los demás. Nunca me explicó exactamente por qué me dio esa página que aún conservo tras más de dos décadas, pero a posteriori el contenido podría haber sido un augurio:
Honra a tu padre con obras y de palabra, para que su bendición descienda sobre ti, porque la bendición de un padre afianza la casa de sus hijos… No busques tu gloria a costa del deshonor de tu padre, porque su deshonor no es una gloria para ti…[S]ocorre a tu padre en su vejez y no le causes tristeza mientras viva. Aunque pierda su lucidez, sé indulgente con él; no lo desprecies, tú que estás en pleno vigor. (Eclesiásticos 3:3-13)
No lo podía entender: era buen hijo, nunca le había faltado respeto a ella ni a mi padre.
–Son buenos consejos –me dijo mi madre cuando le pregunté en el coche de vuelta a casa–. Por si algún día te hacen falta.
II.
Según cuenta mi padre, fue un sueño tras una crisis matrimonial lo que le impulsó hacia el evangelio. Mi madre, indignada por el enésimo engaño y hasta las cejas de mentiras, lo había desterrado de la casa familiar en Los Ángeles con la amenaza de divorcio después de casi treinta años de matrimonio. Ella ya no podía ignorar la acumulación de resquemores ni la insondable decepción de su marido. Mis hermanos –yo estaba estudiando en San Francisco, a unos 600 kilómetros de distancia– describieron la batalla entre mis padres como algo épico: mi madre desgreñada, sollozando en el comedor, berreando las últimas quejas a mi desmigado padre que frenéticamente hacía la maleta.
–No había pasado tanto miedo desde que era niña –confesó mi hermana después.
Mi padre acabó yéndose al piso de mi abuela y mi madre se encerró en la habitación desamparada. No se vislumbraba el final en esos momentos tensos: tanto la reconciliación como la separación eran opciones igualmente posibles.
Una noche, según contó, mi padre estaba dando vueltas en la pequeña cama prestada de mi abuela. Las horas que anunciaba el reloj de pie se apilaban sin cesar y mi padre contemplaba la luna llena, el último rescoldo de un día estrepitoso. Se quedó así un rato, en pos del sueño, hasta que se dio cuenta de estar en nuestra casa familiar, pero todo estaba en tinieblas. El calor del sol normalmente rebosa la casa a todas horas, pero en ese momento solo una luz tenue y azulada era capaz de penetrar por las cortinas. Nada se movía por los pasillos oscuros de la casa salvo el pésimo latido de su corazón. Fue por esos momentos de confusión y terror que al sentir el sudor gotear a lo largo de su espalda mi padre se dio cuenta además de que estaba completamente desnudo.
Cubriéndose, decidió avanzar hacia la habitación matrimonial, pero con cada paso hacia delante el suelo frío se estremecía de tal manera que mi padre temía que la casa le cayese encima. Grietas en forma de tela de araña aparecieron en el techo y sangre negra y helada comenzó a gotear de las aperturas, salpicando a las manos temblorosas de mi padre mientras se apoyaba en una pared. Aterrorizado por los temblores y los riachuelos de sangre fría corriendo por sus pies, mi padre cayó de rodillas. No sabía qué hacer más que levantar las manos hacia el cielo y clamar hacia Dios. Gritó con toda su fuerza hacia los cielos, desesperado por escapar de allí. Llorando, experimentó los primeros dolores desalmados del remordimiento.
Justo cuando estaba bañado de sangre y cuando la casa parecía estar a punto de caer, escuchó una voz. Atolondrado, se puso de pie y lentamente, a pesar de los temblores y los trozos de techo sangriento que caían, mi padre avanzó hacia la voz que cada vez era más estentórea. Experimentó un fulgor de alegría inexplicable con cada paso hacia la puerta del dormitorio y al acercarse podía ver una luz amarilla saliendo por debajo de la puerta. Aunque la casa se caía, aunque el cristal troceado de los marcos rotos perforaba las plantas de sus pies, él sentía que tenía que alcanzar la puerta brillante. Suspiró y al abrirla se encontró bañado en una luz cegadora. Mi padre tuvo que cerrar los ojos y sin saber por qué se arrodilló de nuevo. Nunca fue capaz de explicar qué pasó después, pero me dijo que fue en ese momento cuando pudo ver sus errores, sus desdichas, sus pecados y vio que un cambio enorme era necesario. Su alma había quedado escueta, limpia, impecable. Mi abuela llevaba ya varios meses intentando convencerle que se uniese a la iglesia y al despertar, sin desayunar y sin una ducha, se fue con mi abuela al templo evangelista. Esa misma tarde, embriagado de la presencia y el perdón del Señor, decidió arreglar su matrimonio. El sueño y la misericordia que experimentó fueron pruebas irrefutables de que Dios había visto su sufrimiento y que había decidido manifestarse en su vida. De ese momento en adelante, mi padre, que hasta entonces ido pocas veces a la iglesia, se unió al ejército sagrado. Fue el comienzo de su odisea religiosa y el final de nuestro vocabulario común.
III.
Mi padre y yo compartimos el mismo nombre –Carlos– y hoy en día parece que poco más. Nunca hemos tenido una relación cálida –era cortés, bordando el sospecho; indiferente a largos estrechos; cariños contados–, pero desde que se unió al evangelio el padre que conocía ha dejado de existir. Ya no puedo hablar con él de algo que no esté en línea con sus creencias bíblicas: acabamos discutiendo, atribulando al otro con furia avivada por la convicción de estar protegiendo la verdad. Cree, lamentablemente para mí, ser responsable de la salvación de las almas impiadosas y que su moralidad está santificada por la palabra impoluta de Dios. El evangelio le ha cerrado por completo la mente; se ha hecho un guerrero del Señor. Ahora su mundo contiene solo dos bandos: los que tienen la salvación asegurada, como él, y los enemigos de Dios, como yo. Y esto nunca me quedó más claro que cuando le conté a mi padre que me había casado con un hombre.
El día después de casarme con Francisco en junio de 2014, decidí escribirle un e-mail para contárselo a pesar de los consejos de mi madre. Ella me había dicho que encontraría el momento adecuado para decirle que nos habíamos casado para que él tenga su reacción en privado. Al principio, yo estaba de acuerdo con mi madre. Pero al darle más vueltas, me enfadé y llegué a la conclusión de que me daba igual saber que mi matrimonio con Francisco a ojos de mi padre era algo amoral y lleno de pecado. Por primera vez en mi vida tuve la valentía para decidir que su opinión ya no era válida y no me importaba qué dijera su dios de mí. El matrimonio de su primogénito era algo para celebrar y una oportunidad para animar nuestra relación fría. Guardaba también la esperanza, igualmente inútil, de que tal vez al recibir esta noticia él se animaría a dar los primeros pasos hacia una relación un poco más cercana conmigo y mi nuevo marido. Con el corazón en las manos, le escribí mi mensaje:
Me casé con Fran este sábado pasado. No sé qué opinarás tú de mi decisión pero tengo que decírtelo… Fran es una parte importante de mi vida y quiero que tú lo aceptes como tu yerno, ahora que legalmente lo es. El tema de que sea gay siempre nos ha costado hablar abiertamente pero ya ha llegado la hora que me preguntes por él y nuestra vida juntos. Ya no quiero sentirme incomodo cuando hablemos por teléfono y no te pueda contar de él por no hacerte sentir incomodo. Eres mi padre, soy tu hijo, y soy gay — es no cambiará ni hoy, ni mañana, ni nunca.
Volví a leer mis palabras y poseído por la valentía decidí decirle la verdad:
Ha llegado el momento para hacer una decisión. Yo te quiero mucho y quiero que aceptes a mi marido como parte de nuestra familia, tal y como su familia ha hecho conmigo aquí en España. Sé que es difícil, sé que tienes razones religiosas, pero esto ya no es algo que podamos esquivar. Te pido esfuerzo y que pienses con amor…Respóndeme cuando puedas, por favor. Te quiero mucho.
Al final de mi mensaje adjunté una foto de nosotros el día de nuestra boda. Cuando por fin envié el e-mail, me temblaban las manos. Nunca le había hablado tan claramente. Sentí una zozobra comenzar a expandirse en el fondo de mi estómago.
Pasó un día sin respuesta y leí y volví a leer mi e-mail. ¿He sido demasiado seco? ¿Se enfadará conmigo? No sabía si mi ansiedad venía de haber enviado el mensaje o de estar esperando una respuesta. Pero cuando para el segundo día aún no había respondido me comencé a enfurecer. ¿Tan cobarde es que no puede ni responderme? ¿Qué coño le pasa a este hombre que dice ser mi padre?
Había encontrado un lugar entre la rabia y el miedo cuando el tercer día recibí su mensaje. Temblando, lo leí:
Ciertamente eres mi hijo y te quiero mucho, pero yo no
Apruebo esto .
Seria como negar A Mi Señor Jesucristo..El Vive !!!!El te quiere y te perdona, Arrepientete hijo, aun es tiempo.El te espera con los brazos abiertos. EL TE AMA
Perdona si estas palabras son duras,
Génesis 1:27 Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.
Me quedé sin palabras. Fran, que estaba a mi lado, me abrazó inmediatamente y me dijo que sentía mucho que me hubiese tocado un padre tan desgraciado. Me besó la mejilla con sus labios secos, me acarició el hombro. Igual que yo, él tampoco sabía qué decir. Pasamos así algunos minutos hasta que me levanté de la mesa y me asomé a la ventana. Abajo una pareja con dos niños estaba dando un paseo. El más pequeño de los dos críos frotaba sus ojos de sueño, y al verlo el padre se agachó y lo cogió en brazos. Me quedé allí un momento más mirando a la familia pasar hasta que no pude más.
IV.
Varias semanas tuvieron que pasar hasta que por fin pude comprender mis sentimientos tan variados. Días después de recibir su respuesta, seguía pensando en mi padre. Quería odiarle por sus tan amargas palabras, pero no lo pude conseguir. Después me dolía sentirme así hacia él, pero al volver a leer su e-mail la rabia hervía de nuevo en mi alma. Fue un tiempo muy confuso, pero me quedaba claro que mi padre estaba siendo muy injusto conmigo. Su razonamiento era imposible de comprender. Sentía una rabia hacia Dios, hacia la iglesia, hacia toda cosa religiosa. Me sentía una víctima del fanatismo y no lograba encontrar la paz. Sentía que estaba atravesando un obstáculo importante, pero no era capaz nombrarlo.
Dos meses después de la boda, tuve una conversación importante con mi madre. No habíamos podido hablar mucho durante el verano por razones de trabajo y la diferencia horaria, pero cuando por fin coincidimos le pregunté sobre mi padre. Ella había hablado con él.
–Le dije la verdad –me contó. Pausó para gritarle algo a su compañera de trabajo antes de continuar. –Que está muy bien que cante y que alabe a Dios, pero lo que te está demostrando es lo contrario de lo que enseña la Biblia.
En ese momento lo comencé a entender: lo que defendía con tanto valor y tanta certeza no eran sus creencias religiosas sino su propio ego machista. Al principio, fue algo difícil de asimilar estando tan lejos de él, sin poder enfrentarle en persona. Pero cuando viajamos a Los Ángeles un año después, tendría la oportunidad de comprobar que mi enemigo no era el dios cristiano que mi padre tanto adoraba, sino su propia ignorancia.
V.
La última vez que había visto a mis padres fue la madrugada del 7 de septiembre de 2011, el día que cogí el avión para mudarme a Barcelona. Cuando amanecí aquella mañana a las 5:30, mis padres ya estaban despiertos. Mi madre había preparado un desayuno, mi favorito y el último, de frijoles y tortillas; mi padre me sirvió un café descafeinado, lo mismo que tomaba él. Comimos juntos y a pesar de que me iba sin saber cuándo volvería, la conversación era escasa. En las semanas antes de mi vuelo, me rogaron que cancelase mi mudanza a España, y tras no lograr convencerme de que me quedase, se rindieron a mi decisión de marchar a Europa. Tenían sus razones: mi novio catalán me había dejado tirado tres semanas antes de coger el avión, no tenía ningún amigo ni familiar en todo el continente y mi trabajo era temporal, no tenía un contrato fijo. Desde su perspectiva era una mala decisión y, aunque ya sabían mi respuesta, volvieron a insistir mientras se acercaba la hora de marcharme. Esa mañana les escuché entre tragos amargos de café frío. Les volví a insistir: que todo saldría bien, que tenía que irme por mi propio bien y que ya no me gustaba vivir en Estados Unidos, el país en el que nací.
Durante aquella madrugada, la última en la que seríamos una familia unida, nadie habló mucho más. Tras el desayuno nos pusimos en el sofá, casi en silencio. Mi madre lloraba de vez en cuando mientras miraba fijamente al techo, evitando mis ojos cada vez que le intentaba consolar. Mi padre contemplaba los azulejos fríos, los brazos cruzados, mirando de vez en cuando a su reloj. Cuando por fin llegó el taxi para llevarme al aeropuerto, los dos me acompañaron hasta la puerta del coche. Recuerdo que el otoño llegó temprano aquel año, las brisas permeaban tímidas las madrugadas. Mi padre metió mi equipaje en el maletero mientras mi madre, abrazándome, me dio sus últimos consejos: tené cuidado, m’ijo; no salgás mucho por la noche, bicho; cuidate, hijito. Me abrazó una vez más, fuertemente; sentí sus lágrimas cálidas en mi mejilla. Mi padre también me abrazó y me repitió lo que me dijo mi madre, añadiendo además una frase: que Dios te bendiga. Cuando el taxi salió de mi casa, el último recuerdo que me quedó era este: mis padres, cogidos de la mano como Adán y Eva, despidiéndose de mí con la mano mientras la tenue luz rosa de esa última mañana comenzaba a pintar el cielo.
Pasarían más de cuatro años hasta que volviera a ver a mi familia. Las razones eran muchas –falta de dinero, complicaciones con inmigración, problemas de trabajo– pero cuando por fin logré volver en diciembre de 2015 venía ya cambiado: residente español con trabajo fijo y acompañado de mi marido, el que mi familia aún no conocía. En Los Ángeles las cosas también habían cambiado, lo más destacado era que tenía dos sobrinos nuevos por conocer. En el avión, con rumbo de nuevo a mi ciudad natal, sabía que habíamos embarcado en un viaje importante. Y también sabía que iba a ser más complicado de lo que me imaginaba, principalmente por mi padre.
No habíamos vuelto a hablar desde que me casé con Fran y me envió su mensaje odioso. Pensé que tras tener más de un año para reflexionar, él entraría en razón y aprendería a convivir conmigo, si no podía aceptarme. Pero al enterarse de que íbamos a visitar California, me envió otro mail con un mensaje sencillo: tú solo tú nadie más puede llegar a mi casa. No era una sorpresa, pero esto significaba que tendríamos que encontrar otro lugar para hospedarnos, ya que la casa estaba cerrada a nosotros. (Por suerte, mi hermana alquiló un piso con su marido y sus hijos y pudimos quedarnos con ella.)
Aun así, tenía la esperanza –igual demasiado inocente– de que la actitud de mi padre cambiaría al saber que estaba en el país y que tendría una oportunidad de hablar conmigo. Faltaba poco para aterrizar; los rascacielos del centro ya salían por encima de las nubes. Y a la vez también surgieron los primeros murmullos de orgullo. Si no me quiere ver, pues que le den, pensé. Esperando las maletas en el carrusel, decidí concentrarme en los que sí querían pasar tiempo con nosotros: en unos minutos volvería a ver a mi madre y hermanos y a conocer a mis sobrinos, una alegría sin comparación. Pero en el fondo, aunque me costaba admitirlo, también deseaba recibir una sorpresa por parte de mi padre. Que se tragase su orgullo y nos recibiese en el aeropuerto. Que me abrazase y le sonriese a mi marido, otro nuevo miembro de la familia. Que confesase que me quería y pidiese perdón por haberse comportado tan mal conmigo y no habernos dado un lugar para dormir después de viajar 13 horas y 10,000 kilómetros.
Pero nada de eso pasó. No estuvo allí para recibirnos. Pasada ya la feliz reunión, mi padre no me dijo ninguna palabra. Después de cuatro años sin verme y casi dos sin intercambiar una palabra conmigo, no supe nada de él. Mi padre se negó a contactar conmigo a pesar de que estaba en el mismo país unas pocas semanas. Mientras me ilusionaba por pasar las fiestas con mis seres queridos por primera vez en varios años, mi padre se alejó y decidió pasar la navidad y el año nuevo solo. No pensaba venir a la reunión familiar sabiendo que mi marido estaría allí también. Logré pasarlo bien, intenté no prestarle mucha atención, pero seguí pensando en mi padre y pronto comencé a indignarme. ¿Realmente sería capaz de no hablar conmigo? Después de estar separados por un continente y un océano, ¿no sería capaz de intentar hacer las paces con su primogénito? Por lo visto, su respuesta era clara y estaba más y más enfadado con él hasta el punto de estar poseído por una rabia ciega. Un día, conduciendo por la carretera para ir a visitar a mis tíos, tuve que pararme al lado de la carretera, abrumado de emoción. Otra noche le di puñetazos a un árbol para descargar la rabia que sentía. Estaba claro que tenía que hacer algo. Decidí, tras reflexionar, que no quería volver a España sin por lo menos intentar hablar con él. Estaba claro que él no iba a dar el paso: si quería estar tranquilo, tendría que darlo yo. Así, sabiendo que había hecho todo lo posible, encontraría la paz. No quería vivir con ese veneno. Una semana antes de volver a Barcelona, pasadas ya las fiestas y regalos y comidas, fui a hablar con él.
VI.
Quedamos para hablar un domingo. Mi madre, actuando como intermediaria entre mi padre y yo, me dijo que tendría que venir temprano ya que él iría a la iglesia por la mañana. Había pasado meses deseando tener esa conversación, ensayando lo que le diría, pero cuando desperté esa mañana encontré que las palabras se habían evaporado. La rabia e indignación habían desaparecido. En su lugar, sin explicación cualquiera, quedó tranquilidad.
Al llegar a casa de mis padres, mi madre me abrió la puerta. Después de saludarme y ofrecerme algo para desayunar, repitió sus consejos del día anterior.
–Acordate que las palabras no se pueden desdecir –me dijo–. No te pasés, que luego te arrepentís y será muy tarde.
Mientras esperaba a mi padre, me senté en el sofá, el mismo en que nos sentamos cuatro años antes cuando nos estábamos despidiendo. Sentí ansiedad al pensar que el momento de enfrentarme a él había llegado. Para pasar el tiempo contemplé de nuevo los azulejos fríos, las decoraciones polvorosas, la débil luz de enero filtrándose por las cortinas rosas. Casi nada había cambiado desde la última vez que había estado en casa. Los muebles estaban en el mismo sitio y el cuero del sofá aún retenía su brillo. Seguía en su marco la foto familiar, donde salgo con seis o siete años, y la imagen de mi difunto abuelo protegía aún desde la pared. Ambulando entre mis memorias, oí la voz de mi padre.
–Buenos días.
En mi memoria, mi padre siempre había sido alto, delgado y su pelo rizado siempre había conservado el color del carbón. Pero al girarme, me sorprendió el hecho de que había envejecido tanto en tan poco tiempo. A la luz tenue de invierno su estatura me parecía reducida, había ganado unos kilos y en sus sienes se esparcían nuevas canas. El enfado, el dolor, la cólera –todo esto me parecía ahora absurdo. Ahora, en el lugar de mi padre había un hombre desgastado.
–Hola, papá –le contesté. Y sin saber qué hacía, le abracé. Digo sin saber qué hacía, porque aquí estaba el hombre que me rechazó, que me prohibió ir a mi propia casa, que me había hecho pasar momentos tan malos. Pero en ese momento, lo único que quise hacer fue abrazarle. Me abrazó también.
–Sentáte, –me dijo– que parece que tenemos que hablar.
Pasó un momento en que ninguno de los dos sabía qué decir. El reloj anclado en la pared –un recuerdo de Las Vegas– anunció las 8:30 de la mañana. El olor a café recién hecho aún colgaba en el aire. Afuera, un jardinero comenzaba su faena y arrancó el cortacésped.
Decidí comenzar. Fui al grano: le dije que me dolía su decisión de no aceptarme, que no entendía su testarudez en no querer conocer a mi marido y que no podía creer que no hubiese hecho el esfuerzo de hablar conmigo antes. Me escuchó sin pronunciar una palabra. Mantuvo las manos sobre sus faldas mientras le hablaba y no me miró a los ojos. Pasaron unos segundos antes de responderme.
–Para mí es un tema difícil –dijo–. Ya sabés que te quiero. –Pausó–. Pero eso…eso no lo aceptaré nunca. Lo siento. Ya sabés lo que dice Dios…
Mi tranquilidad desapareció tan rápido como había llegado. Al oírlo refiriéndose a la vida que yo había construido como eso me comencé a enfadar. Respiré profundo antes de responder.
–Lo que llamas eso es la vida que he construido junto con mi marido, lo que llamas eso es quien soy y seré… –Mi voz temblaba levemente y esperaba que él no se diese cuenta. Lo último que quería mostrarle era debilidad. Mordí mi labio.
–Yo no comparto esa opinión. –Me miró fijamente a los ojos y unió sus manos como si fuese a decir una oración. –Para Dios nada es imposible si uno realmente quiere cambiar…
Al escucharle pronunciar esa frase, sabía que la conversación no iba a acabar bien. Pensé de nuevo en mi meta: quería irme de Los Ángeles tranquilo e irme sin remordimientos. No entraría en sus juegos: ya no teníamos un idioma en común.
–No vamos a hablar de Dios, que no tiene lugar en esta conversación…
–Eso dices tú –me interrumpió–. Pero es Él a quien tienes que dar explicaciones.
Fijé la mirada en el suelo. Faltaba barrer un poco. Afuera, el jardinero aún cortaba el césped. Cantaba una ranchera mientras lo hacía.
–No vamos a hablar de Dios –repetí–, porque no vamos a estar de acuerdo. He venido para decirte solo una cosa.
Y se lo dije: que después de 14 años de haber salido del armario (esa noche lejana me cogió del cuello, estampándome contra la pared), había llegado el momento de que me aceptase tal y como soy. Si no podía, o si no quería, eso ya era su decisión. Pero la consecuencia sería que no hablaríamos más por el resto de su vida. A mis ojos, él estaría muerto y yo también a los suyos.
–No puedes elegir qué partes de mí quieres y qué partes de mí no te agradan –continué–. Vos no me podés mandar ni juzgarme, que no sos ningún santo…
Frunció las cejas y le cambió la expresión. Ese comentario le molestó: aunque él había vuelto con mi madre tras su conversión al evangelio, sus pecados eran aún bastante recientes.
–Dios ya me perdonó –me replicó–. Pero ya sabés lo que dice la Biblia sobre eso… Y además, acordate que un hijo tiene que respetar y honrar a su padre siempre…
–Y también sabés lo que dice sobre querer a sus hijos… –le contesté. Me acordé de nuevo del papel amarillento que me dio mi madre tantos años atrás.
No me contestó.
–Es muy sencillo. Si no podés aceptarme tal y como soy, pues hasta aquí hemos llegado. –le dije. Me levanté para irme.
Él también se levantó.
–No sé por qué no me puedes entender…yo nunca aceptaré eso. –dijo–. Entiende que esto es algo difícil para mí…el Señor no aprueba eso y ya sabés que la gente habla…
Sentí que la calma comenzaba a evadirme de nuevo.
–El problema aquí, –le dije– no es que no te entienda. Tu dios no tiene nada que ver aquí. Mirá, el problema eres tú, nada más y nada menos.
De nuevo, no supo contestarme.
–Por lo visto, elegís qué partes de la Biblia te convienen, y de la misma manera, elegís qué partes de mi vida te gustan. No lo pienso tolerar más.
Le repetí de nuevo mi ultimátum.
–O me aceptas tal y como soy o esta será la última vez que me ves.
Podía haber pasado un minuto o una eternidad, pero lo suficiente para cambiar una vida.
–Pues parece que has elegido tú. –me respondió–. No tengo nada más que decir.
Estábamos de pie, acercándonos a la puerta. Me había subido el color, pero logré tranquilizarme. Él, sin expresión, estudiaba sus zapatos.
–Que conste que la decisión la has hecho tú. –le dije–. Entonces me voy, que me espera Fran.
Estiré la mano para abrir la puerta cuando sentí su mano sobre mi hombro.
–Hijo, espero que algún día te arrepentirás… –dijo.
–Lo mismo digo –le contesté. Le miré a los ojos. Es un hombre débil de espíritu, un hombre a quien le ha faltado amor y comprensión en su vida. Por motivos que no podría cambiar nunca, entendí que el padre de mi niñez había muerto hace mucho tiempo. El padre de mis memorias, con quien esperaba la aparición de las estrellas fugaces de agosto, el padre cuya risa me alegraba el día no volvería jamás. En su lugar, estaba un hombre mayor demasiado amargado por su egoísmo para ver, y menos entender, lo que estaba haciendo: ahora esta era su realidad. Sentí una lástima profunda en ese momento. Una lástima que sigue presente.
–El día que te estés muriendo, que estés enfermo y no haya nadie para cuidarte, yo estaré ahí. No puedo ser como tú y darle la espalda a alguien que quiero. –Pausé después de pronunciar estas palabras–. Que tengas una buena vida.
–Lo mismo digo –respondió.
Nuestra conversación duró menos de media hora. De vuelta a casa de mi hermana, paré en un parque para sentarme y digerir lo que habíamos hablado. Había un par de niños jugando en un tobogán azul. Chillaban felizmente al bajar y no tardaban nada en volver a subir de nuevo. Desde un banco, los padres les hacían fotos.
Ya está, pensé. En realidad, nada había cambiado –pero a la vez, sí. Por virtud de no querer aceptarme, ese hombre que dice ser mi padre dejó de serlo. Hizo su decisión y en cuanto yo lo aceptase, dejaría de sufrir. Su rechazo, en realidad, es lo que necesitaba escuchar directamente de él: nunca me aceptará. Puede que se vaya de esta vida así. Aunque me ardía oírlo y me duele aún recordarlo, es la verdad. Sentado en el banco esa mañana, comencé a llorar.
Pero acompañando del dolor estaba también una extraña sensación de libertad: ya no me tenía que preocupar por él. Su crueldad, su rechazo absoluto, sus opiniones, su facilidad en discriminar a su propia sangre, todo esto ya quedaba como algo del pasado. El padre que quería no volverá nunca: era el fin de una época y el comienzo de una nueva era más madura en mi vida.
Volví a pensar en el papel amarillento que me dio mi madre hace tantos años. Mi padre no alaba al dios de la biblia, el que supuestamente castiga y gobierna todas nuestras acciones. Mi padre alaba al dios de su ego, una deidad ciega que alimenta su propio machismo. Está atrapado en el templo aislado de su dolor y testarudez e ignorancia ciega sin darse cuenta. Ahí nadie puede entrar. Esta es la verdadera tragedia. Sé que no soy el único hombre gay que ha sido rechazado por su padre. La narrativa de descubrimiento, confusión, rechazo, dolor –los cuatro jinetes del sufrimiento– es algo desgraciadamente común entre los hombres gais de mi edad. Algunos acaban en la calle, otros se prostituyen (o peor), y muchos de nosotros acabamos traumatizados por la ignorancia de nuestros padres. En mi caso, lo único que puedo hacer yo es vivir mi vida como crea oportuno. Y si un día él decide hablar conmigo, bienvenido será. Pero eso sería un milagro divino.